domingo, 13 de septiembre de 2009

1000 fotos, 1000 palabras

Dormí con mi cámara en la mesilla. Lo que realmente quería era fotografiar lo primero que veo cada día, todavía entre el sueño y la vigilia. Sonó el despertador a las doce y media del sábado. No pude evitar apagarlo, pero en cuanto me percaté le hice una foto a mi móvil marcando la una menos cuarto. Y es que esa foto es mucho más significativa que cualquier otra. Eso es lo que veo todas las mañanas del año, y con gran sofoco me doy cuenta de que otra vez me he quedado dormida.
Avanzo sin saber muy bien si tengo los ojos abiertos o cerrados, pero milagrosamente llego al baño. Los cosméticos y las toallitas desmaquillantes desperdigados por el baño son testigos de que la noche anterior fuimos a una fiesta. Apenas consigo vislumbrar mi cara de sueño a través de todos esos botes. Nueva foto.
En la cocina, mis compañeras de piso desayunan cosas de lo más variadas (cereales, fruta, incluso un bocadillo). Tienen cara de sueño, están despeinadas y con restos de maquillaje; jamás se dejarían fotografiar en ese estado… Sin embargo, foto.
El tiempo pasa deprisa. Nos hemos despertado tarde, nos duele todo. Una ha amanecido enferma. Nadie tiene ganas de estudiar. Todas nos escaqueamos de ir a la compra. Cogemos nuestros portátiles y nos trasladamos al salón. Un espejo que ocupa una pared nos delata: cuatro universitarias con idénticas ojeras, sentadas en un sofá que parece del siglo XIX, enganchadas a las redes sociales. Y es que admitámoslo, es demasiado pronto para esperar de nosotras el más mínimo rendimiento. Este sería el retrato de la depresión post-vacacional, unida a una tremenda falta de sueño.
Hora de comer. Hora de adecentar la cocina. Hora de limpiar la mesa del comedor. Hora de fregar. Hora de cocinar. No queda otro remedio que improvisar. Lo curioso es que pase lo que pase, siempre terminamos gritándole a la sartén por escupir aceite hirviendo. Esto merece otra foto.
Después de hacer la digestión, cada una a su manera (televisión, siesta, comiendo un poco más…), es el momento de la resurrección. Sí, hay que recoger los tacones y bolsos que están dispersos por la casa y ducharse exhaustivamente. Tras cuatro largas y vaporosas duchas, el baño parece invadido por una terrible niebla. Foto.
Una vez vestidas: una desaparece de manera misteriosa, uno nunca sabe a dónde va -foto a la puerta recién cerrada-, otra es obligada a acostarse de nuevo –foto a la enferma-, y las dos restantes se van a la Morea –foto en contrapicado en el ascensor de 2x2.
Llegamos a la parada del bus y, no podía ser de otro modo, vemos al autobús alejarse. Foto.
Tras varias horas de compras, ambas habíamos cargado con un número bastante importante de bolsas de los diferentes comercios. Las colocamos descansando en un banco y a su lado, bien aposentadito colocamos el encargo de nuestra amiga: un Frenadol y, junto a él, un espacio vacío para la desaparecida. Y en esa foto sí estábamos las cuatro, disfrutando cada una de su día (unas más que otras).
Al salir ya es de noche, y hace frío. En la puerta dos chicas cogen un taxi… morimos de envidia, y les hago una foto. No nos queda ni un céntimo, así que con la cabeza gacha vamos en busca del autobús. Dos compradoras compulsivas, muertas de hambre y de frío, pasan por delante de tres o cuatro coches de marca que anuncian su intención de ser vendidos. Esta sí es una foto a la crisis económica causada por la ambición.
En la parada del autobús hay personas de todo tipo. Unos viejos verdes intentan cortejar a unas niñas. Éstas ríen por no llorar. Una pareja de jóvenes discute, a pesar de que son incapaces de mirarse sin sonreír. Una familia entera organiza la vuelta al “cole”, mientras las niñas pequeñas juegan ajenas a todo aquello. Finalmente, una adolescente lleva a su hijo en un carrito. El niño debe de tener unos 2 añitos y come feliz una chuchería. La madre mira a todas partes y a ningún sitio. Los 20 minutos de espera y aquella tropa tan variopinta genera bastantes fotos. Mi preferida: el niño de dos años nos mira, ve que estamos comiendo pipas y, ni corto ni perezoso, coloca la manito para que le demos una pocas. Nosotras no sabemos qué hacer, le hacemos un par de carantoñas y miramos a la madre en busca de una respuesta. Ella le da un golpecito en la mano. Y al mirarnos, su rostro ya no refleja preocupación, sino una enorme sonrisa agradecida

No hay comentarios:

Publicar un comentario