martes, 29 de septiembre de 2009

Reflejos fallidos

Busqué reflejos por todas partes. Pasé varios días cámara en mano, paseando por los lugares más extraños. Formé un equipo, esperando que entre todas fueramos capaces de pensar en algo original. Las ideas fueron muchas, pero resultaron irrealizables. Así que simplemente fotografié.


A través de las ventanas del Baluarte vislumbré edificios de todos los estilos.

Estaba esperando el Cizur cuando vi reflejado el cielo en la parada.



Aquel día llovió mucho, pero de pronto paró. En cuestión de minutos el cielo comenzó a abrirse, y poco a poco los charcos empezaron a teñirse de un azul intenso salpicado en nubes.



El día era oscuro, pero el sol apareció tímidamente tras los edificios. Y el cielo se reflejó en las ventanas de los chalets, donde se refugiaban los habitantes de Cizur menor.





domingo, 13 de septiembre de 2009

1000 fotos, 1000 palabras

Dormí con mi cámara en la mesilla. Lo que realmente quería era fotografiar lo primero que veo cada día, todavía entre el sueño y la vigilia. Sonó el despertador a las doce y media del sábado. No pude evitar apagarlo, pero en cuanto me percaté le hice una foto a mi móvil marcando la una menos cuarto. Y es que esa foto es mucho más significativa que cualquier otra. Eso es lo que veo todas las mañanas del año, y con gran sofoco me doy cuenta de que otra vez me he quedado dormida.
Avanzo sin saber muy bien si tengo los ojos abiertos o cerrados, pero milagrosamente llego al baño. Los cosméticos y las toallitas desmaquillantes desperdigados por el baño son testigos de que la noche anterior fuimos a una fiesta. Apenas consigo vislumbrar mi cara de sueño a través de todos esos botes. Nueva foto.
En la cocina, mis compañeras de piso desayunan cosas de lo más variadas (cereales, fruta, incluso un bocadillo). Tienen cara de sueño, están despeinadas y con restos de maquillaje; jamás se dejarían fotografiar en ese estado… Sin embargo, foto.
El tiempo pasa deprisa. Nos hemos despertado tarde, nos duele todo. Una ha amanecido enferma. Nadie tiene ganas de estudiar. Todas nos escaqueamos de ir a la compra. Cogemos nuestros portátiles y nos trasladamos al salón. Un espejo que ocupa una pared nos delata: cuatro universitarias con idénticas ojeras, sentadas en un sofá que parece del siglo XIX, enganchadas a las redes sociales. Y es que admitámoslo, es demasiado pronto para esperar de nosotras el más mínimo rendimiento. Este sería el retrato de la depresión post-vacacional, unida a una tremenda falta de sueño.
Hora de comer. Hora de adecentar la cocina. Hora de limpiar la mesa del comedor. Hora de fregar. Hora de cocinar. No queda otro remedio que improvisar. Lo curioso es que pase lo que pase, siempre terminamos gritándole a la sartén por escupir aceite hirviendo. Esto merece otra foto.
Después de hacer la digestión, cada una a su manera (televisión, siesta, comiendo un poco más…), es el momento de la resurrección. Sí, hay que recoger los tacones y bolsos que están dispersos por la casa y ducharse exhaustivamente. Tras cuatro largas y vaporosas duchas, el baño parece invadido por una terrible niebla. Foto.
Una vez vestidas: una desaparece de manera misteriosa, uno nunca sabe a dónde va -foto a la puerta recién cerrada-, otra es obligada a acostarse de nuevo –foto a la enferma-, y las dos restantes se van a la Morea –foto en contrapicado en el ascensor de 2x2.
Llegamos a la parada del bus y, no podía ser de otro modo, vemos al autobús alejarse. Foto.
Tras varias horas de compras, ambas habíamos cargado con un número bastante importante de bolsas de los diferentes comercios. Las colocamos descansando en un banco y a su lado, bien aposentadito colocamos el encargo de nuestra amiga: un Frenadol y, junto a él, un espacio vacío para la desaparecida. Y en esa foto sí estábamos las cuatro, disfrutando cada una de su día (unas más que otras).
Al salir ya es de noche, y hace frío. En la puerta dos chicas cogen un taxi… morimos de envidia, y les hago una foto. No nos queda ni un céntimo, así que con la cabeza gacha vamos en busca del autobús. Dos compradoras compulsivas, muertas de hambre y de frío, pasan por delante de tres o cuatro coches de marca que anuncian su intención de ser vendidos. Esta sí es una foto a la crisis económica causada por la ambición.
En la parada del autobús hay personas de todo tipo. Unos viejos verdes intentan cortejar a unas niñas. Éstas ríen por no llorar. Una pareja de jóvenes discute, a pesar de que son incapaces de mirarse sin sonreír. Una familia entera organiza la vuelta al “cole”, mientras las niñas pequeñas juegan ajenas a todo aquello. Finalmente, una adolescente lleva a su hijo en un carrito. El niño debe de tener unos 2 añitos y come feliz una chuchería. La madre mira a todas partes y a ningún sitio. Los 20 minutos de espera y aquella tropa tan variopinta genera bastantes fotos. Mi preferida: el niño de dos años nos mira, ve que estamos comiendo pipas y, ni corto ni perezoso, coloca la manito para que le demos una pocas. Nosotras no sabemos qué hacer, le hacemos un par de carantoñas y miramos a la madre en busca de una respuesta. Ella le da un golpecito en la mano. Y al mirarnos, su rostro ya no refleja preocupación, sino una enorme sonrisa agradecida

Al árbol sollozante...

 Existen millones de árboles, cada uno con un nombre y una identidad completamente diferentes. Tratamos de recordarlos, ser capaces de reconocerlos. Todos queremos ser dueños de la realidad que nos rodea, y lo hacemos nombrándola. Sin embargo, al intentar memorizar cada uno de los árboles que se han cruzado en nuestro camino, nos damos cuenta de que esto es imposible. Aquí es cuando entra mi sauce. Todo el mundo es capaz de reconocer y nombrar a mi árbol: el sauce llorón; porque quien lo ha visto, no es capaz de olvidarlo.
Puede que sea por el modo en que baila con el viento, o por la paz que transmite cuando la brisa acaricia sus ramas... Es casi mágico.
Es un árbol que da cobijo a quien lo busca, es capaz de crear intimidad en el lugar más público que exista. En días de sol, ofrece amable su sombra; y los días de lluvia, protege a quien lo necesite. No solo es un árbol digno de contemplar, sino que te invita a disfrutar. El sauce llorón te sumerge en la naturaleza, haciendo que dejes de sentirte como si fueras un intruso... y comiences a jugar con ella.
Pero mi sauce no es todo bondad, sino que también es fuerte y ambicioso.
No es como otros árboles que se contentan con aspirar al cielo, él busca llegar a las estrellas sin levantar los pies de la tierra. El sauce llorón no se aleja del suelo, porque sabe que allí hay tanta belleza como en cualquier otro lugar. Sin embargo, no se queda quieto observándola, él quiere alcanzarla.
Deja caer sus ramas, adornadas por millones de hojas. Los días de sol, miles de tonos de verde se combinan con el azul del cielo; y en días de lluvia, pequeñas gotas resbalan hacia el suelo a través de él, siguiendo la estela de sus ramas.
Lo cierto es que no se me ocurre nada más bello que el reflejo del sauce llorón en el agua a la que apenas consigue rozar...